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El eterno eclipsado. Lorenzo Bartolini.

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La Ninfa dello scorpione (1845); Museo del Louvre, París. 

Tanto en el Renacimiento, como en el Barroco y Neoclasicismo, encontramos autores dentro de todas las artes que ocupan el lugar más representativo del movimiento. Sin embargo, detrás de estos iconos, no siempre se le hace justicia al resto de artistas que llegaron a un nivel igual o incluso mayor en algunos casos de capacidad creadora. Pocas veces la historia ha sido tan injusta con un personaje como el de Lorenzo Bartolini; quizás se deba a su cercanía a Napoleón Bonaparte, por lo que los vencedores contribuyesen a eclipsar la importancia de este artista.

Considerado actualmente uno de los más importantes escultores de la época posterior a Antonio Canova, se formó en la Academia de Bellas Artes de Florencia y practicó la escultura en mármol y alabastro. Gracias a la hermana de Napoleón, Elisa Bonaparte, fue nombrado profesor de escultura en la Academia de Bellas Artes de Carrara, en 1807, y se convirtió en el escultor oficial de la casa Bonaparte.

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La fe en Dios  (1834-1835); Museo de Poldi Pezzoli, Milán.

Tras la caída de Napoleón, regresó a Florencia, donde vivió una serie de años no demasiado fáciles para el artista, pues sus ideas políticas discrepaban con la actualidad del momento. Se dedicó a responder a encargos para extranjeros acaudalados y a producir copias de esculturas antiguas, las cuales servían como recuerdo para los aristócratas que pasaban por allí. Entre sus clientes contaba, entre otros, con el XIV duque de Alba, por lo cual varias de sus obras se conservan en el Palacio de Liria de Madrid.

Fue también docente en la Academia de Bellas Artes de Florencia desde 1839, luchando por difundir un estilo de escultura más ligado a la vitalidad naturalista, por encima del idealismo académico. Fue famosa la clase en la que presentó a los estudiantes un modelo jorobado, indicándolo, en su género, como un “ejemplar”.

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La Tavola degli amori (1845); Museo de Arte Metropolitano, Nueva York.

Su obra más conocida, busca aún más la naturalidad en el cuerpo. Además de recibir inspiración de la Maddalena penitente de Canova, la idea de esta pose le llegó al artista observando a la modelo que se relajaba después de pasar horas posando para otra escultura. No se trataba ya de plasmar el ideal humano, sino de naturalizar su existencia, embellecerla no a base de imaginación, sino de una visión profunda sobre el modelo real, intentando evidenciar en la imagen representada rasgos interiores característicos. La escultura fue encargada por Rosina Trivulzio Poldi Pezzoli quien, después de haber quedado viuda de su marido, veía la figura como una imagen para consolarse por su abandono en la fe después del luto.

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Monumento Funerario a Nicolás Demidoff; Museo Cívico, Prato, Italia.

De esta manera, Lorenzo Bartolini, incluso en sus obras más neoclásicas como Dircè, Venere o su Ninfa dell’Arno, expresa de una forma contenida, idealizada, pero con un idealismo que poco a poco consigue la expresión natural de la modelo. Saber mirar, ése sería el objetivo; el neoclasicismo mira con la imaginación, idealiza la realidad para hacerla trascendente, es platónico; el romanticismo, en cambio, mira con los ojos de la emoción; Bartolini pretende mirar sin necesidad de sublimar ni denostar, solo escudriñar qué hay de bello en lo observado, hallarlo y representarlo, no para trascender, sino para reafirmar lo que a menudo pasa inadvertido para la conciencia: toda la naturaleza es hermosa.

Después de su crisis pos-napoleónica, cuando los aristócratas y la nobleza culta definieron en él a “un innovador necesario para los tiempos que llamaban a las puertas del arte”, llega la etapa del escultor más depurativa, en la que logra sus mejores y más celebradas realizaciones: La Fiducia in Dio,  La Carità Educatrice, La Ninfa dello Scorpione, La Table aux Amours… entre otras, muestran el logro de fundir tres épocas: la Grecia clásica (junto al neoclasicismo), la Florencia del Quattrocento y un siglo XIX que entraba fuertemente con sus tintes románticos.

Todo esto le debe el arte escultórico a Lorenzo Bartolini, su influencia y su herencia son realmente valiosas; lo incomprensible es que fuese relegado prácticamente al olvido, situado fuera de los círculos más cultos del arte. Dentro de todos los campos encontramos genios abandonados en su época, en la música, en la literatura; el mismísimo Mozart fue alejando del mundo en el que había triunfado. El ser humano se comporta en muchas ocasiones de esta manera, lleva a la cima y derriba con el mismo entusiasmo el trabajo por el que alguien da toda una vida; pero gracias a que cada uno de estos marginados apostaron por sus propuestas, llegan a día de hoy a nuestros tiempos, imperecederos, dejando en sus obras el inequívoco sello de su original personalidad.

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