Desde la más remota antigüedad el ser humano ha querido rodearse de elemento que por su simbolismo o por su belleza le inspirasen en la vida cotidiana o en momentos especiales o importantes.
Este “instinto” del alma nos ha llevado siempre a buscar las mejores creaciones humanas, y en esa búsqueda, a reproducir las más grandes
obras de arte, toda vez que son irrepetibles o ya no viven sus creadores. Y esto se ha producido en la escultura, la pintura, la arquitectura o la música.
De la reproducción (diremos interpretación) de las grandes obras musicales se llenan nuestros conciertos. Y es la posibilidad de reproducción lo que nos permite convivir casi a diario si quisiéramos con un Mozart, por ejemplo.
También los romanos reprodujeron las obras de los griegos cuyo canon de belleza todavía sigue despertando nuestras fibras interiores.
Se conocen figuras egipcias realizadas amasando granito molido en moldes.
También son innumerables las reproducciones en bronce que se han realizado sobre sus piezas originales en muchas épocas.
Fue el museo del Louvre en época napoleónica el que inició una escuela de vaciados y reproducciones que pronto copiaron todos los museos del mundo. En España contamos un un extraordinario museo de Reproducciones en Bilbao.
Hay reproducciones arqueológicas y artísticas de una singular perfección. Recrean texturas, densidades, envejecidos etc. Y todo ello hace de una buena reproducción una pieza de creciente valor con el paso de los años.
Pero más allá de su poder considerarse una inversión está el valor estético, cultural y emocional que aporta; la posibilidad de poder disfrutar de obras solo asequibles en los museos.
Una buena reproducción no es falsa si no intenta engañar a nadie, más bien al contrario, es una autentica recreación cuando es fiel al espíritu con que nació la “obra madre” y nos proporciona similares sensaciones recordándonosla.
Miguel Angel Padilla